A la sombra de la montaña de la Mesa, en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, un incendio se abre paso por entre los muñones de un bosque de pinos deforestado. Las llamas ambarinas se enroscan a su alrededor y se deslizan hacia las raíces. Un tronco trozado se colapsa, carbonizado. Seres vivos y otros muertos hace mucho crujen, se quiebran y estallan tanto sobre la tierra como debajo de ella. El humo negro se vuelve grisáceo a medida que devora los arbustos verdes y la tierra parda, hasta que todo se torna completamente blanco y espeso.
Quizá suene devastador, pero también podría ser el comienzo de una resurrección. La verdadera acción está ocurriendo bajo la tierra. Las autoridades de Ciudad del Cabo provocaron ese incendio ecológico prescrito para incinerar las capas de agricultura colonial, con la esperanza de que eso reavivara las semillas inactivas de una planta indígena enterrada en las profundidades. Si las cosas salen de acuerdo al plan, una flor que se extinguió hace mucho, la imponente Leucadendron grandiflorum, podría volver a asomar sus pétalos dorados por primera vez en al menos cincuenta años.
Fénix o fantasma
La hermosa flor de dos metros y medio conocida como conebush de Wynberg prosperó alguna vez en esas colinas sudafricanas. En ese entonces, la tierra estaba cubierta por un tipo de vegetación llamada fynbos, un tipo de maleza densa y diversa conformada por hierbas aromáticas, suculentas delicadas y matorrales imponentes, un hábitat inusual caracterizado por su estrecha relación con el fuego. Los hotentotes, primer pueblo pastoril en asentarse en la región, entendían bien esa relación y acostumbraban quemar la tierra con regularidad para rejuvenecer los pastizales donde pastaba su ganado. Esta tradición persistió durante milenios, hasta que el establecimiento de un puesto de avanzada de la infame Dutch East India Company desplazó a las comunidades indígenas. En las colinas, los holandeses empezaron a cultivar vides y trigo en filas perfectas, y se acabaron los incendios regulares, lo que deterioró la flora local. Con el tiempo, la Leucadendron grandiflorum desapareció del panorama, junto con grandes extensiones de su hábitat nativo.
¿Podría su viejo amigo, el fuego, traerla de vuelta? Eso espera Anthony Roberts, CEO del Cape Town Environmental Education Trust (CTEET). Roberts concibió este experimento en 2016, al pasar en auto junto a un campo de pinos en Wynberg Hill donde los árboles estaban siendo talados. Casualmente, Roberts sabía que aquella colina era el primer lugar —y quizás el único— donde la Leucadendron grandiflorum había sido “avistada” en su hábitat natural. Y la plantación de pinos garantizaba que aquella tierra hubiera permanecido libre de cultivos al menos durante tres cuartos de siglo, por lo que existía la remota posibilidad de que bajo la tierra hubiera un banco de semillas viables.
Roberts se acercó a los ocupantes actuales y de algún modo los convenció de convertir la plantación de dos hectáreas y media en una zona de conservación que no sólo podría recobrar la Leucadendron grandiflorum, sino también restablecer parte del valioso hábitat de dicha flor. Por ejemplo, las condiciones para la germinación del fynbos son sumamente específicas: se requiere una vegetación lo suficientemente espesa como para garantizar que los incendios alcancen las temperaturas necesarias para producir el humo requerido… antes de que lleguen las lluvias. Roberts tuvo que esperar tres años a que llegara el momento ideal: 2018 fue un año demasiado húmedo; 2019 fue demasiado seco; y en 2020 la pandemia paró todo. Al final, en marzo de 2021 se pudo llevar a cabo el incendio planeado.
En las postrimerías, no queda más que esperar que el ave fénix renazca de entre las cenizas. Sin embargo, hay un pequeño problema: el fénix podría ser un fantasma. Aunque aparezca una flor amarilla en esos campos, ¿cómo sabremos si es un verdadero conebush de Wynberg? A diferencia de la mayoría de las especies botánicas, no tenemos un tipo original que nos sirva como referencia, sino sólo una ilustración de su flor de principios del siglo XIX, una historia turbia de taxonomías rivales y dos siglos de alegatos dudosos. Leucadendron grandiflorum es un misterio enterrado en un misterio, un palimpsesto de las extrañas formas en las que la ciencia y el colonialismo han interactuado con el mundo natural. Es una historia en la que vale la pena ahondar, pero eso implica adentrarse en lo más profundo y atravesar más de unas cuantas capas de historia y mitología.
El catálogo colonial
Aunque el colonialismo occidental ha pasado a la historia principalmente por la subyugación de las poblaciones locales, el dominio de la tierra ha sido igual de prolífico. En Sudáfrica, al igual que en el resto del continente, los colonos europeos exploraron y catalogaron las tierras más productivas y se apoderaron de ellas, además de arrasar con la vegetación autóctona sin pensar en las consecuencias. Los proyectos de agricultura industrial transformaron buena parte del fértil entorno del Cabo en una cuenca de polvo, donde la nueva normalidad implicó sequías terribles, incendios forestales devastadores y escasez prolongada de alimentos y agua. Por si fuera poco, muchos de los responsables de explotar este ecosistema se autonombraron únicos especialistas en aquello de lo que lo despojaron.
Según algunos informes, el conebush de Wynberg fue “visto por última vez” no en Ciudad del Cabo, sino en Londres, entre las pertenencias de un tal George Hibbert, político pudiente, esclavista, botanista amateur y poseedor de un extenso jardín privado en su residencia de Clapham. Hibbert recibió la flor de parte de James Niven, un joven botánico y coleccionista escocés que llegó al Cabo de Buena Esperanza en 1798, en un momento en el que su entorno natural ya estaba siendo transformado de forma al parecer irreversible. Tal vez Niven intuyó que aquella flor se aferraba precariamente a la supervivencia cuando con mucho cuidado le extrajo las semillas y se las envió a su benefactor. En los doce años que Niven pasó en Cabo, envió tantas plantas nuevas a Clapham que prácticamente convirtió a Hibbert en el dueño de la mayor colección de especímenes de Proteaceae a nivel mundial.
Después de contribuir un poco más a su extinción, ambos hombres se aseguraron de que quedara un registro de la existencia del conebush de Wynberg para la posteridad. Otro extraño impulso colonialista es el deseo de catalogar religiosamente eso mismo que destruyes. Hibbert le dio un espécimen del sexo masculino al ilustrador botánico William Hooker, quien lo dibujó para el libro The Paradisus Londinesis, un volumen sobre las plantas cultivadas en Londres por el famoso pero también polarizador botanista Richard Salisbury. Salisbury describió la planta como “la más extraordinaria especie de este género descubierta hasta la fecha”, a pesar de su “intenso aroma desagradable”. De ese modo, Hibbert y Salisbury introdujeron esta planta a un entorno nuevo y tóxico —el de la élite botánica londinense—, pero por desgracia también fue el momento en el que empezamos a perderle la pista.
En su afán por clasificar el imperio, los botanistas ingleses de la época estaban enfrascados en una amarga competencia. Aunque Salisbury era un hombre distinguido y conocido, estaba al tanto de las disputas botánicas y protegía con ferocidad sus interpretaciones taxonómicas. Pero entonces un rival más joven, Robert Brown, presentó una serie de conferencias frente a la Sociedad Linneana de Londres en las que examinaba las clasificaciones previas de Salisbury, lo que en el medio equivalía a un tiroteo. Puesto que era tecnológicamente más avanzado, el estudio de Brown no tardó en ser aceptado por la comunidad botánica en general. Y Salisbury se indignó tanto que subrepticiamente copió las conferencias de Brown, les dio una rápida revisada y las publicó bajo el nombre del jardinero de Hibbert, John Knight, antes de que el libro de Brown saliera a la luz. Claro que sus acciones no quedaron impunes y la comunidad lo expulsó, aunque ya hubieran dejado una marca indeleble de confusión taxonómica en torno a la especie.
La flor que Anthony Roberts espera pacientemente es la que Hooker dibujó y Salisbury describió. El verdadero problema es que Salisbury la denominó Euryspermum grandiflorum, y, aunque poco después Brown la renombró Leucadendron grandiflorum, que fue la taxonomía que predominó, el daño ya estaba hecho. Este caos ha tenido repercusiones perennes a lo largo de los siglos, pues en el mundo entero han surgido dibujos y especímenes de flores erróneamente identificadas o etiquetadas como Leucadendron grandiflorum. En pocas palabras, unos cuantos “genios” de la botánica dejaron a su paso una confusión inmensa en la clasificación científica de estas plantas únicas de la que dependen conservacionistas, ecologistas, científicos y académicos para entender y proteger la naturaleza.
Roberts es el último eslabón de la cadena en este juego taxonómico de “teléfono descompuesto”. No sólo nunca ha visto la flor que está buscando, sino que tampoco ha tenido acceso a representaciones o descripciones de la planta en sus fases tempranas. Por si fuera poco, el paisaje ha sufrido cambios drásticos desde la llegada de Niven, hace un par de siglos; esto significa que lo que solía ser Wynberg Hill ha cambiado a tal grado que la ubicación original podría estar a unos dos kilómetros a la redonda del sitio actual. Pero Roberts no pierde la esperanza, pues al menos el tipo de suelo es el mismo: tierra fértil y profunda, compuesta de granito desintegrado.
Aroma a extinción
Curiosamente, el incendio provocado en Wynberg Hill no es el primer plan que ha habido para resucitar la Leucadendron grandiflorum, o al menos de forma parcial. En 2014, Jason Kelly, CEO de Ginkgo Bioworks, asistió a una convención sobre aceites y aromas esenciales. Al conversar con un consultor de la empresa Givaudan, que estaba ahí promocionando esencias de plantas poco conocidas, a Kelly se le ocurrió una idea: ¿podría hacerse lo mismo con plantas extintas? ¿Cómo funcionaría? ¿Qué implicaciones tendría? Luego le compartió sus ideas a la directora creativa, Christina Agapakis, quien armó un plan de acción. En primer lugar, examinó la “lista roja” de plantas extintas de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, y después buscó especímenes adecuados en el herbario de la Universidad de Harvard.
En un cajón del herbario encontró una flor bellamente preservada cuya etiqueta la clasificaba como Leucadendron grandiflorum, una de las especies extintas que Agapakis seleccionó de la lista roja. Provenía de una planta cultivada en el jardín botánico de Kirstenbosch, presentada en el 17º Congreso Internacional de Horticultura realizado en Maryland en agosto de 1966, cortesía de un tal H.B. Rycroft, profesor de botánica de la Universidad de Ciudad del Cabo y gran impulsor del estudio y la valoración de las plantas sudafricanas. Al parecer, Rycroft había llevado consigo ese espécimen para ilustrar su ponencia sobre horticultura de especies vegetales sudafricanas. Sin embargo, la valoración de la lista roja insinuaba que la planta podía haberse extinguido a finales del siglo XIX, por lo que esa aparición en 1966 era tan desconcertante como prometedora. ¿Era posible que la flor se hubiera extinguido mucho después de lo que se creía? ¿Acaso había sido “vista por última vez” en Ciudad del Cabo durante el apartheid?
Sin conocer a fondo su contexto histórico y botánico, con mucho cuidado Agapakis tomó un fragmento de una hoja del espécimen deshidratado. Y, con el ADN de catorce plantas extintas bajo el brazo, volvió al laboratorio.
Cuando un organismo muere, su ADN empieza a degradarse, por lo que al principio el equipo de biología sintética de Ginkgo tuvo problemas para extraer suficiente información de las muestras envejecidas. Por fortuna, sus colegas del laboratorio de paleogenómica de la Universidad de California en Santa Cruz lograron desglosar las muestras de forma más sofisticada. Con esa área de superficie mejorada, la máquina de secuenciación de Ginkgo logró leer el código genético de las plantas. A continuación, se insertaron las secuencias en cultivos de levaduras que produjeron pequeñas moléculas de olor. Pero sólo cuatro de los catorce especímenes generaron moléculas viables, y uno de ellos fue la Leucadendron grandiflorum. Después de más de doscientos años, el olor de esta flor (que tanto le desagradaba a Salisbury) volvía a estar sujeto a interpretación. La muestra produjo aromas que iban del cannabis al jazmín, los cuales eran agradables por sí solos, pero combinados resultaban un tanto extraños. Agapakis y su equipo no pudieron determinar las cantidades exactas en las que la flor producía dichos aromas, pero se habían aproximado lo suficiente como para poder afirmar que parte de la Leucadendron grandiflorum había vuelto a la vida.
Ansiosa por compartir este renacimiento con el público, Agapakis se acercó a la artista multidisciplinaria Alexandra Daisy Ginsberg y a la artista y especialista en aromas Sissel Tolaas, y, en 2019, juntas crearon Resurrecting the Sublime, una instalación artística colaborativa basada en los aromas reconstruidos a partir del ADN vegetal. La instalación presentaba la esencia de las tres plantas extintas en un diorama sorprendentemente minimalista, compuesto sólo de rocas y paisajes sonoros de hábitats perdidos. Al público se le invitaba a experimentar el verdadero impacto de la pérdida —a través de paisajes que sólo podían ser oídos y flores que sólo podían ser olidas— y a contemplar cómo las acciones humanas habían causado la destrucción de especies enteras.
Mientras trabajaba en Resurrecting the Sublime, Ginsberg recopiló recuentos que le permitieran llenar los huecos y armar el rompecabezas de la Leucadendron grandiflorum. Un día, cayó en cuenta de que las tres imágenes existentes del espécimen —la del herbario de Harvard, la de la Colección Linneana de Suecia y la de los Kew Gardens de Inglaterra— tenían diferencias notorias. Tal vez era la misma flor, preservada en tres diferentes fases de su desarrollo. Pero ¿y si eran especies distintas? Al menos el espécimen de Harvard, en el que Ginkgo Bioworks había invertido tanto tiempo y esfuerzo, debía ser una auténtica Leucadendron grandiflorum, ¿o no?
Para salir de la duda, Ginsberg consultó a Tony Rebelo, uno de los principales especialistas en la familia Proteaceae. Rebelo, quien vive en Ciudad del Cabo y trabaja para el Instituto Botánico Nacional de Sudáfrica (SANBI, por sus siglas en inglés), vio la imagen del espécimen de Harvard que Ginsberg le mandó y, sin titubear, afirmó que definitivamente no era una Leucadendron grandiflorum. En su opinión, podía ser una Leucadendron sessile o Leucadendrom tinctum… ninguna de las cuales estaba extinta. De hecho, Rebelo también le comentó que la ilustración de Hooker y la descripción de Salisbury publicada en Paradisus Londinensis —así como una mención presente en el Flora Capensins de 1860— eran los únicos indicios de la existencia de la Leucadendron grandiflorum. Eso significaba que quizá nunca existió en realidad. ¿Cómo surgió entonces ese fantasma que luego desapareció, no sin antes dejar rastros suficientes que hasta la fecha siguen generando interés?
Soberbia concentrada
Aunque esta imponente flor dorada sigue envuelta en un misterio perenne, nos cuenta una historia relevante, un relato aleccionador sobre la soberbia y sobre cómo un sistema de conocimiento impuso su supremacía; se convenció de su propia neutralidad, objetividad y omnisciencia; y se volvió tan autorreferencial que se convirtió en su propia cámara de resonancia. A partir del exuberante jardín de Hibbert, la confusión en torno a esta flor podría interpretarse como una consecuencia de la urgencia colonialista de secuestrar y categorizar tantos recursos naturales africanos como fuera posible. La mercantilización no prioriza los cuidados; además, cuando aspiras a poseer algo, difícilmente lo ves con suficiente claridad.
Si el conebush de Wynberg de verdad existió, formó parte del mundo natural de los hotentotes desde mucho antes de que los primeros europeos llegaran a las costas del suroeste de África. Esas primeras comunidades pastorales entendían su ecosistema mucho mejor de lo que podrían hacerlo jamás los colonos que los desplazaron, además de que heredaban de forma matrilineal su conocimiento del reino vegetal. Es posible entonces que la solución a la crisis ecológica actual no sólo consista en devolver esa tierra al fuego, sino también en volver a ponerla en manos de los guardianes que mejor la conocen.
Lo demás es un simple experimento, como el esperanzado incendio de Wynberg Hill. Conforme el fuego se apaga, empleados del gobierno de Ciudad del Cabo vestidos con overoles azules y pasamontañas blancos se asoman por encima de una impresionante capa de ceniza. Y por los aires sobrevuela un dron que busca remanentes del incendio. Los muñones de algunos árboles se rehúsan a dejar de arder. Anthony Roberts observa el fuego menguante y se pregunta si habrá generado suficiente calor y humo para traer a la flor gigante de entre los muertos. Aunque fracase, llegarán otros que sigan buscando la belleza perdida de la Leucadendron grandiflorum. Porque ese es el otro lado de la historia: la impresión que nos causan algunas especies, aunque sea desde ultratumba, puede ser tan fuerte que garantiza que no dejemos de intentar recobrarlas.